viernes, 5 de junio de 2020

Bozal

Libertad violada en paz
quietud sólo quebrantada
por alóctonos autóctonos
que dan vítores cacófonos

Asesinas reveradas
batas bermellón bañadas
pasión carmesí a la morgue
danzan para Mefistófeles

Esclavos amordazados
cananeos timoratos
sacados a rondar
horarios a aminorar ¹

Su destino y su final
a ascendientes similar
más allá del purgatorio
Mikrá excusa el genocidio

Orden transpecie postrado
febril genoma humillado
Corona a lo alto en Babel
Leviatán y su cascabel

Pretensiones de ágape
de la granja no hay escape
saltea igualdad servil
saliva con su hollín

Miedo y bien común de nadie
dan sentido al despreciable
Recluida a la luna aúlla
la dignidad moribunda

Pastor de Nueva Miseria
argolla deshumaniza
el hato queda marcado
con sus ojos bien cerrados

Las bestias subyugadas hacen reír al diablo
Sin libertad ni en vida significado
Repugnantes amos y esclavos
Su ātman ha degenerado en vaho

viernes, 23 de marzo de 2018

Lluvia tras sequía.


Este erial de silencios,
Esta hoja en blanco,
Me ha atormentado durante meses,
Me ha desafiado y ganado.


La tierra que representa me aplasta
El agricultor que soy, se rinde.


Tras tantos días sin nubes en su cielo,
Un grupo de ovejas flotantes,
Un grupo de nimbos sobrevuelan mi cabeza.


Y miro al cielo, a sus barbas blancas y grises
Y el cielo me mira, llorando su alegría.
Florece el verbo,
Florece negro sobre blanco.


El fruto me mira.
Sale tímido,
Sale esquelético.
Pero sale a mirarme,
Sale a pedirme cuidados,


Mucho tiempo descuidé este campo,
Esperando que la lluvia me ayudara.
Mucho tiempo excusándome en ello,
Ahora me acusa de no cultivarlo.


Perdí la práctica,
Por ello el fruto no es abundante.
Perdí la paciencia,
Por ello ahora debo recuperarla.


Intentaré volver a la tarea.
Me esmeraré el doble.
El fruto debe crecer.
El campo blanco no volverá.


jueves, 16 de junio de 2016

Duelo al atardecer.

Yo lo conocía, no íntimamente, pero sí su reputación en la ciudad. Un hombre recto, y correcto. Amable, pero no simpático. Yo estaba aquel día en la cantina cuando un hombrecillo extranjero le entregó esa carta que lo tachaba de hombre sin honor y que le conminaba a batirse en duelo para defender “el poco honor que tenía”, palabras literales. Al leer la carta, sus acompañantes, que la leyeron sobre su hombro, se encendieron en cólera, mas no así nuestro protagonista. Sereno e impávido, sin poner un solo gesto en su rostro, se levantó y se puso frente al mensajero. Con el vaso casi lleno en la mano, acabó su cerveza negra de un trago, limpió con el antebrazo la espuma de su rojiza y densa barba y solo pronunció tres palabras: “acepto el duelo”. Tras eso, el extranjero, casi temblando por la imponente figura de su interlocutor, con un servil gesto de cabeza, salió a toda prisa de la taberna, más por la premura que sentía de desaparecer de su vista que de informar a quien lo mandaba. Al salir el hombrecillo, nuestro protagonista, impertérrito como siempre se dirigió a la barra, junto a mí. Pidió dos cervezas y me tendió una.
-  ¿Serás mi padrino?- Me preguntó.
- ¿Cómo dice?
- Necesitaré a un hombre de ley a mi lado.
- Sigo sin entender sus palabras.
Tendió la carta y la leí. La exquisita caligrafía del retador chocaba con la dureza de los términos que empleaba contra él. Como abogado, sabía la importancia que tenía ese reto. Las normas del duelo y el ritual que representa eran para mí la mayor expresión de la justicia más allá de los muros del juzgado. La mayoría de mis compañeros de profesión detestan esta forma de resolución de conflictos, pero todos en la ciudad sabían que yo era rara avis en eso, aconsejaba esa forma de atajar los conflictos sin entrar en costosos procesos que no les conducirían a nada.
Sin necesitar una sola palabra más que las ya dichas, le devolví la carta y brindé con la cerveza que me había ofrecido. Una ligera sonrisa acompañó su brindis de respuesta. Después de acabarnos la bebida, me citó en su casa a las seis para partir juntos al duelo.
Nunca olvidaré aquel níveo día de enero. No pasa día alguna en el que al mirar hacia aquel claro a las afueras no recuerde la escena que de la que tuve la desgracia de ser testigo único. Empezaré por cuando toqué a su puerta, levantando el pesado llamador con forma de bestia. Su ama de llaves me hizo pasar, pero su cara no expresaba alegría alguna por tenerme allí, aunque sí me expresó mientras subíamos algo de alivio por acompañarle como padrino del duelo. Llamé a la puerta y el largo silencio incomodó a la señorita que me acompañaba, pero más me incomodó ver aparecer a aquel gran hombre de gesto serio ante mí cuando abrió sobriamente la puerta.
Me indicó que me sentara ante su escritorio con un simple gesto de mano. Siempre fue hombre de pocas palabras. Mientras se enfundaba las botas sus fríos ojos verdes paseaban insistentemente por las letras de su nombre escritas en la carta que le citaba en aquel campo al atardecer. Su esbelta y alta figura recortada por la luz de la ventana dejaba constancia del valor de quienquiera que fuera el retador. Se puso la gruesa chaqueta de piel y guardó en sus bolsillos sus efectos personales, se apretó el cinturón y se colgó en él su daga y su pistola.  El duelo es el juicio del honor. Y él era un hombre de honor, nunca dejó que eso se cuestionara, por eso no podía faltar a esa cita. Antes de partir, me pidió que dejara sus asuntos en orden, por si el duelo podía con él, aunque sus ojos transmitían que no creía mucho en esa posibilidad.
Arreglados todos los asuntos y el papeleo que conllevan, avisó al palafrenero de que preparara la berlina y la condujera. Durante todo el viaje fue serio, como siempre, y examinando su arma. Su pistola era muy sobria, con las filigranas justas, solo destacaba el detalle del percutor, con forma de pico de águila, y unas iniciales, “D.C.”, grabadas en la empuñadura, justo al lado del gatillo. Su gesto reflejaba gran serenidad, no había asomo alguno de preocupación. Parecía un hombre seguro de no tener nada que ocultar, nada que demostrar. He de admitir que incluso para alguien tan robusto y de aspecto tan severo, esa calma traspasaba lo normal. Mis ojos, como los de un niño, paseaban por los invernales paisajes de aquella nuestra amada Escocía el primer día de nieve del año de nuestro señor 1759. Los árboles adornados del blanco inmaculado de la nieve resaltaban el fondo gris que ofrecía el cielo cercano al ocaso que cubría nuestras cabezas. Sin dejarse conmover por tamaña belleza invernal, nuestro protagonista paseaba su mirada entre su pistola y el ventanuco de la parte delantera del carro. Quería llegar pronto allí, se notaba en su cara, se notaba que tenía prisa por lavar su honor.
Un claro, rodeado de robles casi centenarios, dejaba ver por entre sus ramas los últimos rayos del Sol. Para alguno de los dos sería la última vez que pudiera contemplar esas luces crepusculares. Allí, en una parte del claro, una figura oscura se apoyaba en el roble más viejo de todo el claro. Nos bajamos del carro y avanzamos hacia él. La nieve, crujiendo bajo nuestros pies, enmoquetaba todo el claro y su único dibujo eran nuestras huellas, las de la berlina que ya se marchaba y las del desconocido.
Embozado en una capa, el misterioso ofensor del honor de mi nuevo cliente, no se percató de nuestra presencia hasta que estábamos a escasa distancia. Lo único que se veía de él antes de que se descubriera, era un frío ojo claro bajo una severa ceja roja como el fuego.  Al vernos avanzó unos pasos y se plantó ante nosotros. En ese momento empezó a abrirse el abrigo. En su cinturón, una pistola casi idéntica a la de su rival, mismo percutor aguileño, mismo color marrón madera vieja, mismo gatillo… Solo un cambio, las siglas, en lugar de “D.C.”, eran “E.C”. Toda esa gran serenidad se torno desasosiego al reparar sus ojos en el arma. Después, es desconocido se descubrió la cara y en sus cristalinos y fríos ojos y en su afilada y seria dentadura se reflejaba un gesto de reconocimiento y desprecio por quien tenía delante. 
Espalda con espalda, la mano de nuestro protagonista temblaba y hacía sonar el metal de la pistola entre sus dedos. No cruzaron una sola palabra, pero podía decirse sin atisbo de duda que ambos se conocían y que el misterioso caballero era para él, un fantasma de algo que creía perdido en el tiempo, una pesadilla mientras estaba despierto, un mal sueño con los ojos bien abiertos.  Ambos, casi al unísono me hicieron un gesto para que empezara a contar los pasos. El gesto de mi cliente fue dubitativo y aterrado. El del forastero, decidido e impaciente, diría que incluso iracundo.
Di la señal y con sus respectivos pies izquierdos, comenzaron a avanzar a mi cuenta, haciendo ceder la nieve bajo sus pasos. Conforme empecé a contar, el forastero rompió por fin su silencio sepulcral con una pregunta.
“UNO” grité.
- ¿Mereció la pena?- Mi cliente no respondió a su pregunta, pero empezó a temblar más.
“DOS”
- ¡Responde! ¿Mereció la pena abandonarnos a nuestra suerte por esa niña rica?- Siguió sin responder y bajó la cabeza.
“TRES”
- Te escucho temblar. ¿No temblaste así al dejarnos allí, sin nada que comer y sin una sola libra, verdad?
- Lo... Siento... Yo...- Se dignó a hablar entre temblores y lágrimas nacientes.
“CUATRO”
- ¡Contesta a la pregunta!
- Pensé que podrías... No sé... No sabía...
“CINCO”
- ¡Contesta! No quiero disculpas.
- Pensé... Que padre y tú saldrías hacia delante sin mí... Confiaba en vosotros...Tú siempre fuiste el fuerte de los dos...
- No me interesa lo que pensaras o dejaras de pensar, hermano. Me da igual que te sientas mal, te he hecho una pregunta, es todo lo que quiero saber.
“SEIS”
- Yo estaba enamorado... Era joven... Tú siempre cuidaste de padre y de mí tan bien que incluso pensé que lo mejor era desahogarte de la carga que yo representaba...
- ¡CONTESTA! ¡YA!
“SIETE”
- Sí, hermano, mereció la pena.- El temblor y el terror se sustituyeron por resignación y un cansancio apareció en la voz del hermano mayor.- Cada día desde que me escapé con ella a la ciudad hasta que murió hace un año, tras una larga enfermedad, merecieron la pena. Mereció la pena ver cómo su rostro aniñado se hacía adulto a mi lado. Mereció la pena tener que dejarlo todo por estar a su lado en los malos momentos, ella siempre hizo lo mismo por mí. Mereció la pena que me despidieran por salir corriendo con la esperanza de que sus últimos momentos fueran a mi lado. Y mereció la pena que se apagara lentamente en mis brazos mientras, con su último esfuerzo, me sonreía.
- Entonces mereció la pena que padre me recriminara a mí que te fueras. Mereció la pena que el ojito derecho de padre se fuera de aventuras mientras el hijo menor, a quien nadie quería, se encargaba de todo. Te parece bien que por tener un romance pueril padre me odiara hasta su último estertor mientras miraba a la puerta, con la esperanza de que el hijo pródigo se dignara a reaparecer. No entiendes el infierno que pasé por no ser como el hijo mayor, el fuerte, el impetuoso, el favorito de todos.
“OCHO”
- ¿Crees que si lo hubiera sabido me hubiera ido?
- Sí te habrías ido, solo te importaban los ojos zalameros de esa niña rica, creo que ya lo has dejado muy claro. Es duro odiar a un hermano, pero tú... Tú me lo has puesto muy fácil.
“NUEVE...” 
- Si te sientes mejor pensando eso, bien, no espero que lo entiendas. Si pudiera volver atrás, sabiendo esto, sabiendo todo lo que pasó, créeme, volvería a escaparme con ella. Eventualmente había vuelto con vosotros, al menos a visitaros hasta poder llevaros conmigo. Pero no intentes hacerme sentir culpable por irme con ella, porque eso sí que no lo conseguirás. Y si padre nunca supo ver que de los dos, tú eras el mejor, fue problema suyo, porque yo siempre pensé que tú eras el que más lejos llegaría de los dos.
- Déjate de lastimeras parrafadas. Ya está todo dicho, ya está todo hecho, ya solo queda que nos enfrentemos a nuestro destino. Y que padre nos vea desde ahí abajo donde esté ardiendo.
“...Y DIEZ”
- Buena suerte, hermano.- La voz de nuestro protagonista estaba tan llena de cansancio y resignación que helaba la sangre pensar que estaba a unos simples segundos de batirse en duelo con su propio hermano.
- No quiero nada de ti, y mucho menos tu hipócrita deseo de suerte. Te mandaría al Infierno, pero no tengo ganas de volver a verte.

Un rápido giro de pies se escuchó. Los hermanos se encontraron cara a cara de nuevo. Tras un tenso segundo que para ambos seguro que duró una eternidad, en el que sus ojos eran como espadas chocando entre sí, un solo disparo se escuchó. Resonó por todo el claro. Como el mazo del juez golpeando, el disparo dictó sentencia. El níveo suelo se enrojeció. El juicio del honor había terminado. 

sábado, 16 de abril de 2016

Náufrago apático


 
Nutrida por agónicas farolas
la sombra del gentío parpadea,
el caucho y la humedad al aire ahogan.

Palabras de traje revolotean
por lo que mi visión no queda fija
va al noroeste e ignora las estrellas.

Se aglutinan las polillas
por supuesto en vano
pues en sus sueños se queman
y después nada queda.

Un billete para montar sin destino
el paisaje del atardecer vital
te ruego por favor,  llévame veloz
al yermo del otro lado de este mundo

Huesos de perro en campos de veraneo
montañas de cadáveres bajo epitafios
piso sobre ellos para dirigirme al mañana
entonando las notas rojas de la bronquitis.




La ciudad me ve y chasca su lengua
me encierro en mí mismo mientras ardo
soportando la sociabilidad
les escupo, mi confianza mengua
y después nada queda.

En el acto que separa
a los hombres de las bestias
pululan advenedizas
unas moscas plateadas.

El fluido hace un peregrinaje:
marcha hacia tierra sagrada.
Trata de no fallecer
en esas prontas nevadas.

Un hotel aparcado en la autopista,
un crepúsculo casto de abstinencia,
el alba inadecuado, el final del mundo
con la apariencia de un tartamudeo.
Lo trago y al toser rocío cortinas.
La vida arde de nuevo en esta vía.

Sentada atrás los años pasaron
grises para una planta marchita.
Al volcar en una intersección
indefensa sangre derramando,
sintió por fin vida crepitar.


El humo de mi cuerpo anuncia mi partida
y mi sangre marca mi ruta de salida
en este viaje, ¿por qué cuánto más me acerco
a mi destino siento que más me alejo?

La fricción de la vida y la muerte crea chispas
la vivacidad de un fin calcina mis entrañas.





miércoles, 6 de enero de 2016

El castigo del imperturbable

Vi como otros sí reían
les vi llorar, rabiar
desesperaban y cantaban
Necios, a diario temblaban
Entonces lo comprendí
El Avīci, es terrible
Ninguna esperanza, sueños,
sin frustración, insensible
Vacío, dentro de mí

domingo, 20 de septiembre de 2015

Aquél en el mar del desierto

Desbancado del cardumen
Se refleja especial y único
En el que él solo bautizó
"Manto azul lleno de estrellas"
Como todos los demás
Aquí consta su resumen

jueves, 27 de noviembre de 2014

Cosas rotas.

- Zapatillas con las suelas gastadas.
- Vaqueros con los bajos hechos jirones.
- Camiseta con el dibujo difuminado.
- Gafas  con los cristales algo rayados.

- Una pulsera de cuerda deshilachada
Y con una decoración de cerámica rota.
- Otra pulsera, de tela, descolorida.
- Un colgante con forma de delfín
Partido tres veces y remendado.
- Una libreta con el lomo despegado,
Con hojas sueltas y arrugadas.

- Un corazón roto
- Una voluntad quebrada.
- Una mirada perdida y turbada.
- Una sonrisa a media asta.

Todo esto es lo que siempre llevo.
Y lo llevo con orgullo.
Todo va a juego.

Me gusta ir bien conjuntado.